El valor del optimismo en tiempos de crisis

En 1947, Japón yacía en ruinas. Hiroshima y Nagasaki seguían cubiertas de polvo radioactivo y una nación entera estaba de rodillas. Decir en ese momento que Japón se levantaría no solo era impensable: era casi absurdo. Peor aún, sugerir que lo haría aliado con Estados Unidos —la misma potencia que había reducido sus ciudades a escombros— sonaba risible, como un desvarío optimista. Sin embargo, lo improbable se convirtió en inevitable. Japón se reconstruyó y para la década de los ochenta, lideraba industrias que movían el mundo, de la tecnología a la automoción, con una disciplina y un ingenio que transformaron las lecciones de la guerra en cimientos de progreso.

Hoy, Ecuador enfrenta su propio momento de crisis. La inseguridad ha plantado raíces en las calles. La economía se tambalea entre una deuda voraz y una informalidad apabullante.

El discurso dominante nos recuerda día tras día el peso de nuestras tragedias: el Estado quebrado, la corrupción sinfín, la violencia que parece incontrolable. Y así, al optimista se le margina, se le tilda de ingenuo, de no entender la gravedad del momento. Pero, como en el  Japón de la posguerra, es precisamente en estos momentos cuando el optimismo —no el ciego, sino el valiente— se convierte en una herramienta revolucionaria.

Ecuador tiene las piezas, aunque actualmente parezcan dispersas. Tiene recursos naturales, sí, pero también talento humano y una generación joven que ha crecido

con la tecnología en la palma de la mano. Tiene ubicaciones estratégicas, oportunidades agrícolas, energéticas y tecnológicas que aún no hemos sabido aprovechar. Y, sobre todo, tiene ejemplos de reinvención global que nos enseñan que ningún país está condenado a su presente.

Hace décadas, nadie imaginó a Corea del Sur como líder en innovación. Tampoco que Alemania, desde las cenizas de la Segunda Guerra Mundial, se alzaría como un baluarte económico europeo.

Esos casos no se forjaron únicamente con políticas acertadas, sino con la osadía de creer que era posible construir algo mejor.

El pesimismo, aunque cómodo, es una trampa. Nos exonera de responsabilidad, nos seduce con su fatalismo: “Así somos, nada cambiará”. Pero Ecuador, como Japón en el 47, está a las puertas de una elección. Podemos mirar nuestras ruinas y sucumbir a ellas o atrevernos a imaginar, con esfuerzo y valentía, una nación diferente.

No será rápido, ni sencillo, pero la historia nos recuerda que la reconstrucción siempre comienza con un acto de fe en el futuro. Que nos llamen ingenuos. Japón fue reconstruido por los “ingenuos” que no aceptaron que el mundo los definiera solo por sus derrotas. Hoy, Ecuador necesita ese mismo tipo de optimismo: lúcido, persistente y, sobre todo, valiente.

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