La desaparición del estado

Con el desmantelamiento del Estado, lo que queda no es mayor libertad, sino un vacío de anomia social. En las ciencias sociales, la anomia describe un estado en el que las normas se debilitan o desaparecen, dejando a los individuos sin un marco de referencia para sus acciones.
Según el sociólogo francés Émile Durkheim, nuestra naturaleza humana necesita de una autoridad que limite nuestras pasiones y deseos, porque, sin esos límites, el individuo y la sociedad pueden caer en la autodestrucción.

La anomia social es, en parte, un resultado de la desigualdad inherente a nuestras dinámicas económicas y sociales. Durkheim advirtió que, cuando los individuos perciben que las normas y convenciones no promueven justicia ni equidad, comienzan a perder el respeto por ellas. Si esas reglas ya no tienen sentido, las personas dejan de verlas como necesarias. La anomia, entonces, se convierte en un caldo de cultivo para la frustración y el descontento, en una desconfianza hacia cualquier marco de orden.

El sociólogo estadounidense Robert K. Merton amplió esta idea afirmando que la anomia también surge cuando las aspiraciones de una sociedad y los medios disponibles para alcanzarlas están desconectados. Cuando los caminos para lograr esas metas se cierran, muchos terminan por desafiar las normas sociales, cayendo en conductas antisociales, en la violencia y el crimen. En un contexto de anomia, lo que alguna vez fue una regla compartida se convierte en una barrera que cada uno decide cómo sortear.

Así, en Ecuador, lo que surgió no fue la justicia y libertad que esperábamos (así lo anunciaban el comunismo, el anarquismo, el liberalismo libertario, el globalismo radical o el indigenismo autonomista), sino un nuevo orden basado en el caos y la violencia. Con la desaparición de las instituciones, la ley también se fue y en su lugar quedó lo que el filósofo italiano Giorgio Agamben llamaría un estado de excepción permanente. Un espacio donde la ley se suspende y, con ello, nuestras vidas quedan expuestas, desprotegidas.

Ya no somos ciudadanos con derechos, sino que nos hemos convertido en lo que Agamben describe como homo sacer: existencias reducidas a lo biológico, a la mera supervivencia. En este escenario, lo dicho, la violencia y el caos sustituyen al orden, y la vida humana pierde todo su valor político. Nos convertimos en vidas desnudas, vulnerables, donde cualquier mano armada puede decidir nuestro destino.

La paradoja es evidente: al arremeter contra el Estado, lo que hemos creado es un espacio sin ley, donde nuestras vidas están completamente expuestas. Lo que imaginamos como libertad terminó siendo una exclusión total del orden jurídico. Ahora vivimos en una realidad donde ya no somos sujetos de derechos, sino cuerpos descartables en un conflicto donde el Estado ya no es un actor relevante.

Este es el peligro de la nuda vida, la existencia sin protección ni derechos, donde la ley y la violencia se entrelazan, y donde todos estamos expuestos. La solución no es eliminar el poder del Estado, sino encontrar un equilibrio donde el poder soberano no implique la reducción de la vida a su forma más vulnerable.

Este tipo de situaciones nos obligan a replantear la importancia de las instituciones, del orden jurídico y del poder en la sociedad. La ausencia del Estado no trae libertad, sino vulnerabilidad extrema. En tiempos de crisis, es crucial entender cómo las estructuras que nos protegen pueden disolverse, y cómo nuestras vidas pueden quedar expuestas a la violencia más básica.

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Boletín Junio 2024

Ubicado en la zona norte de la parroquia Manglaralto, en Santa Elena, Olón, otrora pequeña población de pescadores, es una comuna que se ha vuelto

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